domingo, 17 de octubre de 2010

Sofía Sáez de Valdecarrillo Ponce de León

Sofía Sáez de Valdecarrillo Ponce de León

Otro día se levanta, y en el castillo hay mucho más movimiento que de costumbre. El sol está justo en el borde del mundo y ya parten a caballo mensajeros, salen los mozos con las lonas y piquetas, y entran varias muchachas contoneándose con cántaros llenos de leche.
Dudas un momento entre dejarte el camisón debajo de la saya de montar parduzca que dejaste ayer sobre la silla, o buscar en el arcón una combinación nueva.

No recuerdas cómo al momento estás deshaciendote la trenza en el espejo perfectamente vestida.

El sol está ya unos cuantos palmos sobre el horizonte y el ruido del castillo, ya insoportable, te saca de la ensoñación. Te sientes un poco turbada, por un espacio de tiempo algo indefinido (aunque mirando el sol debió ser bastante) te sentiste transportada a otra época. Federico el chico que se perdió bailaba contigo una pavana, aunque los pasos eran más de la danza de la muerte. Lo corregías con mimo y en pocos momentos se hacía de noche. El sol de la avanzada mañana contrasta con la oscuridad que estabas sintiendo. Haces un gesto frente al espejo y te propones no encontrarte con nadie de camino a los establos.

Audaz te espera brillante y ensillado, sonríes al pensar que Pedro debió verte salir y preparó el caballo mientras llegabas. No hablas nunca con él, pero ama a los animales, y sabes que trata a Audaz mejor que nadie, de modo que podría decirse que es el único habitante del castillo, que te satisface.
Montas rápidamente y sales por el portón de servicio. El galope cortado de Audaz te aleja de nuevo del bullicio de al rededor, y ritmo contra la silla no deja que tu mente se vaya demasiado lejos...

No sé que haría sin este caballo.

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